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Abuso intrafamiliar

El abuso no tiene país, no tiene raza, no tiene género, no tiene parentesco, no tiene edad ni status social...

Lamentablemente en todos los ámbitos que nos movemos existe el abuso. Y lo más aterrorizante es cuando éste se normaliza y de alguna manera se justifica.

Vivimos en una sociedad que normaliza todo cada vez más, en un afán sin fin de no quedarse atrás o de ser tildada de retrógrada.

Quiero compartir esta historia que no es mía, que no sucedió acá en Uruguay y que la publicó el diario El mundo de Madrid.

Me llegó de casualidad y es una vivencia tan sobrecogedora y espantosa que quité algunos detalles, porque hasta desde la distancia me dolieron.

Quiero empatizar con toda el alma con esta mujer rota, luchando por unir sus pedazos demasiado pequeños y demasiado desperdigados en el tiempo; pero que con infinito valor se levanta cada día. Y quiero homenajear a mis propias mujeres que han pasado por traumas similares y que con tanta resiliencia han salido adelante.



Tiene dos hijos, 38 años y fue violada casi a diario por su hermano hasta que cumplió los 14. Ella es una de las 600 mujeres atendidas anualmente por violencia sexual en Madrid

Un día de 2013, Laura no aguantó más y tomó la decisión de suicidarse arrojándose desde un tercer piso.

Lo dejó todo preparado. Hizo la cena. Se la dio a los niños. Los acostó. Esperó a que estuvieran durmiendo. Y entonces se puso a escribir una carta a mano en la que se despedía de su marido, le pedía perdón y le reclamaba tres cosas.

La primera cosa que le reclamaba era que cuidara de los niños. La segunda era que no les hablase mal de su madre. Y la tercera -sobre todo y por encima de todo- era que jamás permitiera que a ninguno de sus dos hijos le pasara lo que a ella le pasó.

Lo que a ella le pasó cabe en una sola línea. Pero ocupa una vida entera: fue violada casi diariamente por su hermano mayor hasta que cumplió los 14 años.

Amaneció al día siguiente en aquel tercer piso. Laura no se había suicidado. A cambio cogió un cuaderno y se puso a escribir un diario donde cuenta su historia.

Es una historia extrema y sórdida. A ratos desagradable. EL MUNDO ha retocado ciertos datos biográficos para preservar su identidad -Laura no se llama Laura- y ha omitido otros por innecesarios.

Es la historia de una infancia devastada y de una adultez que no sale de un maldito sofá rojo. La de una mujer casada, tímida, insegura, desconfiada y vulnerable de 38 años que, en 2016, tuvo que recibir tratamiento psicoterapéutico en el Centro de Atención Integral a Mujeres Víctimas de Violencia Sexual de la Comunidad de Madrid. Con la intención -leemos los informes- de «restablecer progresivamente sus propios mecanismos de adaptación y autorregulación» y de devolverle «su autonomía y equilibrio personal».

Es la historia de una madre con una hija de nueve años y un hijo de siete, con trabajo de oficinista y padres funcionarios. Fumadora y con varios tics. Medicada por sus problemas de ansiedad. Con dos hermanos. El mayor le sacaba seis años y le jodió la vida.

Una historia que comienza así: «Todos mis recuerdos de la infancia son de abusos, no recuerdo jugar con muñecas o cosas así. Es como si todo se hubiese borrado».

«Era demasiado pequeña. Si quería jugar, me tenía que dejar hacer algo por él... Sólo recuerdo que siempre me lo hacía por detrás y casi siempre con la boca tapada. Creo que utilizaba algo. Me hacía daño. Yo trataba de defenderme con las piernas, le arañaba, pero me inmovilizaba y no podía hacer nada».

Ocurrió durante años. En una familia de clase media. Generalmente por la tarde, mientras Laura tenía que hacer los deberes y su hermano mayor echaba el pestillo de la habitación con la excusa de ayudar a la pequeña.

Es como si todo se hubiese borrado. Todo menos aquello, claro.

La mancha de sangre en la cama de la abuela, cuenta.

«A veces se conformaba con que jadease. Y entonces no me hacía nada».

La escena de la ducha: «Una vez mis padres nos pillaron desnudos en la ducha. Le creyeron a él cuando dijo que tenía miedo de ducharme sola. Yo estaba desnuda y temblando. Y no me salían las palabras».

El conato de rebelión: «Le decía que me dejara, que me hacía mucho daño, que se lo iba a decir a papá y a mamá. Él me contestaba que no me iban a creer».

Su amiga Sara lo sabía todo desde 7º de EGB, pero no fue hasta 8º -curso en que le vino la regla a Laura-, cuando decidió contárselo a una profesora.

«Sólo tenía una buena amiga en el colegio. Un día, al verme llorar y preguntarme, le conté. Con el tiempo, ella fue a hablar con los profesores y éstos llamaron a mis padres. La que se armó... Mi padre era muy recto. Mi madre era de ir mucho a misa. Imagina... Me reafirmé en todo. Mi padre me dijo que no se podía saber, que a lo mejor yo había hecho algo también, que lo dejara en sus manos... ¿Qué hizo? A mí me mandó al psicólogo. A mi hermano le dejó un mes sin salir con los amigos. Así fue como arreglaron el asunto en casa».

Solía ser en la habitación. También en la casa del pueblo. Casi siempre era por la tarde. Alguna vez, por la noche. Como cuando los padres salían a cenar y Laura, recuerda, intentaba irse con ellos sin que la dejaran.

«Cuando se enteró de que tenía la regla, mi hermano me lo dejó de hacer. Ya estaba con la que ahora es su mujer. Ahora es ingeniero. Tiene una niña. Y es de la edad que yo tenía cuando empezó todo».


Le decía a mi padre que iba a denunciar. Él me contestaba que, siendo menor, no podía ir sola a la comisaría. Y no me lo permitió

Bárbara Zorrilla Pantoja es psicóloga experta en violencia contra la mujer.

«Lo primero que se destruye es lo más íntimo, la identidad... Es habitual que estas víctimas recurran a sustancias, tengan comportamientos compulsivos, trastornos alimentarios, problemas en su sexualidad... Que también tengan dañada su asertividad: la capacidad de poner límites», señala. «El 80% de los abusos proviene del entorno familiar y más cercano. Esto genera una confusión tremenda en los niños y una ambivalencia emocional. Es algo inenarrable para una niña: el que supuestamente te quiere te está generando el daño. Con lo que eso no te cuadra y acabas creyéndote culpable... Luego hay otra cuestión: a estas víctimas les cuesta mucho más denunciar. Porque no sólo sienten miedo. También sienten vergüenza.

Que a los 15 años dejó de estudiar.

Que a los 17 conoció al que terminó siendo su esposo.

Que a los 23 se independizó.

Que a los 27 se casó.

Y que todavía, de vez en cuando, le sigue temblando el pulso al escribir.

«Empecé a no dormir. Vinieron las pesadillas. Una vez me bloqueé mucho y terminé en el hospital con una crisis de ansiedad. Recuerdo que, cuando llegó mi padre a verme, le dije: 'Papá, por favor, sácame de aquí, a mí lo único que me pasa es que vuelvo a tener pesadillas con él'. En vez de calmarme, me soltó: 'Tú calladita, aquello ya pasó, a ver si hablamos, porque tu hermano está muy arrepentido'».

Donde acabó después de otros ingresos fue en terapia. El principal centro de atención integral por este tipo de violencia en Madrid fue creado en 2009 y atiende anualmente a más de 600 mujeres (muchas de ellas menores) en una tesitura parecida a la suya. «El volumen de mujeres que piden ayuda es cada vez mayor», dice una portavoz del centro. «La sociedad está más sensibilizada con este problema que no cesa. Sólo en los dos primeros meses de 2019, el número de mujeres que han necesitado terapia se ha disparado».

Fue justo hace tres años. Laura entró al límite. Sus problemas psiquiátricos se habían acentuado y tenía ideaciones autolesivas. «Allí recompuse mi vida. Todo tenía sentido: lo que me pasaba era normal teniendo en cuenta lo que me había sucedido».

Hay buenas noticias. Hace unas semanas que ha vuelto a tener un empleo después de seis años sin él. Le han quitado las últimas pastillas que tomaba. Hace más de un año que no ve a su hermano en ninguna reunión familiar.

Cuenta que su hermano mayor le ha mostrado su arrepentimiento varias veces. Que el mediano también sabía y calló, y que por eso ha hecho lo mismo. Y que su madre le ha dicho que le perdone, que «ya ha pasado mucho tiempo».

El informe oficial concluye que la sintomatología postraumática de Laura «ha dificultado las actividades de su vida diaria».

Aquí van sólo las más evidentes: tiene miedo a los sitios muy concurridos, siente ansiedad cuando alguien la mira, en casa no consiente que haya una puerta cerrada, sufre con las relaciones íntimas. «Y también me pongo enferma cuando la niña y el niño están juntos en el baño»...

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